Cuando el árbitro del partido pitó el final, Julen Lopetegui clavó las rodillas sobre el césped y toneladas de sensaciones se descargaron mezcladas en un rio de adrenalina que no se terminaba nunca. Todo pasó a la velocidad del viento: risas, alegrías, esfuerzo, trabajo, sudores, sacrificios, llantos escondidos, frustraciones, caídas, fango, lluvia… Pero ese bendito segundo, tras escuchar el pitido del árbitro, hizo que un muro con sabor a hiel se deslizara sobre sus anchos hombros, dejándole ver una realidad palpable, un paisaje soñado: los jugadores del Sevilla Fútbol Club, su equipo, esa familia que, con el mago Monchi, Lopetegui modeló hace algo más de un año, acababan de proclamarse campeones de la UEFA Europa League.
A partir de ese instante de espumas mágicas, Julen destensó los músculos y abrió su corazón al mundo. Ya no era el capitán de los espartanos, tampoco el duro guerrero de musculatura de hierro y convicciones de acero, solo se trataba de alguien de carne y hueso, que nos recordaba al hombretón que antaño saltaba como un gamo y mostraba su generosidad cuando te apretaba con sus manos ásperas de pelotari. Un hombre que lloraba por la alegría del esfuerzo recompensado, con la emoción de contemplar a su tropa feliz por llegar a la orilla después de durísimas batallas y agarrar, por sexta vez, ese trofeo de plata maciza que hizo volar a este Sevilla al Everest de la gloria.
Por tu bendita culpa, Julen, el otro día volví a acordarme de mi padre, de mis hermanos muertos, de toda mi gente que ya no está y esa otra gente que no conozco pero que siente esa locura sevillista, de luna llena y primaveras eternas, tanto o más que yo.
Entendiste a la primera que un sevillista no es un simple hincha del fútbol, sino alguien que es tan leal a sus colores rojiblancos que es capaz de desafiar a Goliat, aunque ese gigante vista de traje azul, zapatos caros, y señale con su dedo el destino fugaz de los advenedizos. Un sevillista vive y muere con su equipo, aunque los resultados vayan en dirección contraria y los huracanes apunten directos al corazón. Disparo errado, pues el corazón blanquirrojo de la gente de este equipo, tu equipo, es tan poderoso que siempre nos amanece.
Solo basta mirar al Tercer Anillo y observarás que Biri Biri, Campanal, Juanito Arza, José Antonio Reyes, Antoñito Puerta, Berruezo, Bustos, Guillamón, Antonio Valero, y muchos más, ya están jugando ese partido y ganan por goleada a los que nunca vieron Nervión y el grito invisible que tanto nos alienta.
Toda esa gente sevillista llenó hasta la corcha los graderíos del estadio de Colonia, como antes lo hicieron en Duisburgo. Ellos inflaron las velas para que el barco de Bono, que entró grumete y salió de almirante, navegara por encima de olas bravas sin desprender una sola astilla. Porque este Sevilla que tan bien manejaste y soberbiamente entendiste jamás se agarra a los tópicos y siempre va por derecho. Pregunta a otros, que siguen sin saber que existen números que nunca llegan y seis es buena cifra para seguir soñando. Este Sevilla es así, un sentimiento romántico, donde Bécquer se viste de Koundé y Banega es primo hermano de Cernuda. Que nadie señale a Camarón, porque Jesús Navas se arranca por bulerías y un tal De Jong te da un requiebro en pleno Callejón del Agua. Este Sevilla es tan sevillista que solo es nuestro, aunque ahora también es tuyo, pero de nadie más. Un Sevilla que jamás se rinde, roza el cielo y suena la música. Este es tu club, Julen, para que sigas sonriendo y siempre mires al frente.
José Manuel García-Otero (@ButacondelGarci)